lunes, 15 de enero de 2007

Fragmento de "Los abuelos, Hamlet y las Gracias", de Andrés Cardinale









Andrés Cardinale se ha ido a Italia a buscar una carta de identidad. Comenzó enviando a sus amigos las crónicas de su viaje; ahora todos aguardamos por el libro con que tanto hemos soñado al conversar con Andrés.

Según los etimólogos cristianos, el origen de la palabra "religión" es "re-ligare", esto es, volver a establecer el vínculo con un dios padre omnipotente en el que no creo mucho, roto por el (nada) original pecado de Adán (y Eva, no nos olvidemos nunca de Eva), que no era más que la búsqueda del conocimiento. Para los etimólogos paganos, en cambio, el origen de "religión" era "re-leggere", volver a leer, re-leer, no aceptar nada de lo que le pasaba a uno por su valor nominal, ver cada suceso de nuevo, una y otra vez, hasta conseguir su sentido profundo, su conexión con el todo que es (o debe ser, que de todo hay que dudar) la propia historia, el propio cuento, ese que uno se echa en secreto, por la noche, para dormir, "quizá soñar", para volver a citar a Hamlet. Sé que este segundo modo es más difícil, porque la vida se le vuelve a uno un rompecabezas del que uno no sabe el número de piezas y cuya imagen uno no tiene clara en la cabeza, pero, necio como soy, miope como soy, impráctico como soy, re-lector maniático como soy, es la que he intentado e intento.

Fragmento de "La mujer justa" de Sandor Marai


La vida se queda vacía si no la llenas con alguna tarea peligrosa y emocionante. Y esa tarea no puede ser otra que el trabajo. El otro trabajo, el individual, es el trabajo del alma, del espíritu, del talento, cuyos frutos cambian el mundo y lo hacen más prospero, justo y humano. Leía mucho. Pero con la lectura pasa lo mismo, ya sabes… sólo obtienes algo de los libros si eres capaz de poner algo tuyo en lo que estás leyendo. Quiero decir que sólo si te aproximas al libro con el ánimo dispuesto a herir y ser herido en el duelo de la lectura, a polemizar, a convencer y ser convencido, y luego, una vez enriquecido con lo que haz aprendido, a emplearlo en construir algo en la vida o en el trabajo…. Un día me di cuenta de que en realidad yo no ponía nada en mis lecturas. Leía como el que se encuentra en una ciudad extranjera y por pasar el rato se refugia en un museo cualquiera a contemplar con una educada indiferencia los objetos expuestos. Casi leía por sentido del deber: ha salido un libro nuevo que está en boca de todos, hay que leerlo. O bien: esta obra clásica aún no la he leído, por lo tanto, mi cultura resulta incompleta y siento la necesidad de llenar esa laguna, así que voy a dedicar una hora por la mañana y otra por la noche a leerla. Esa era mi forma de leer… Hubo un tiempo en que la lectura era para mí una auténtica experiencia, el corazón me brincaba dentro del pecho cuando tomaba entre mis manos la última obra de un autor conocido, el nuevo libro era como un encuentro, una compañía peligrosa de la que podían surgir emociones gratificantes, pero también consecuencias dolorosas e inquietantes.

Fragmento de "Si una noche de invierno un viajero"


Pensamos que entre los mejores consejos para leer un libro se encuentran las palabras que Italo Calvino escribiera al inicio de "Si una noche de invierno un viajero" (1980). Sirva pues este primer capítulo de esa memorable novela no sólo como recomendación para leer el libro del autor italiano, sino también, como consejos para disfrutar, física y emocionalmente, la lectura de cualquier obra literaria:

“Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: ‘¡No, no quiero ver la televisión!’ Alza la voz, si no te oyen: ‘¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!’ Quizás no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: ‘¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!’ O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.
Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte boca abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro.
La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, ante un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer en pie. Se descansaba así cuando se estaba cansado de montar a caballo. A caballo de nadie se le ha ocurrido nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atrayente. Con los pies en los estribos se debería estar muy cómodo para leer; tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.
Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto, si no, vuélvetelos a poner. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.
Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte y que no se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un mediodía del Sur. Trata de prever ahora todo lo que pueda evitarte interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.
No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor. Esta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso es, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o ir bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.
Conque has visto en un periódico que había salido Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino, que no publicaba hacía varios años. Has pasado por la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien.
Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los Libros Que No Has Leído que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los Libros Que Puedes Prescindir de Leer, de los Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría De Lo Ya Leído Antes Aun De Haber Sido Escrito. Y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los Libros Que Si Tuvieras Más Vidas Que Vivir Ciertamente Los Leerías También De Buen Grado Pero Por Desgracia Los Días Que Tienes Que Vivir Son Los Que Son. Con rápido movimiento saltas sobre ellos y caes entre las falanges de los Libros Que Tienes Intención de Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, de los Libros Demasiado Caros Que Podrías Esperar A Comprarlos Cuando Los Revendan A Mitad de Precio, de los Libros Idem De Idem Cuando Los Reediten En Bolsillo, de los Libros Que Podrías Pedirle A Alguien Que Te Preste, de los Libros Que Todos Han Leído, Conque Es Casi Como Si Los Hubieras Leído También Tú.
Eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del fortín, donde ofrecen resistencia los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer, los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos, los Libros Que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento, los Libros Que Quieres Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso, los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano, los Libros Que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería, los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable.
Hete aquí que te ha sido posible reducir el número ilimitado de fuerzas en presencia a un conjunto muy grande, sí, pero en cualquier caso calculable con un número finito, aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas de los Libros Leídos Hace Tanto Tiempo Que Sería Hora de Releerlos y de los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieses A Leerlos De Veras.
Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en la ciudadela de las Novedades Cuyo Autor O Tema Te Atrae. También en el interior de esta fortaleza puedes practicar brechas entre las escuadras de los defensores dividiéndolas en Novedades De Autores O Temas No Nuevos (para ti o en absoluto) y Novedades De Autores O Temas Completamente Desconocidos (al menos para ti) y definir la atracción que sobre ti ejercen basándote en tus deseos y necesidades de nuevo y de no nuevo (de lo nuevo que buscas en lo no nuevo y de lo no nuevo que buscas en lo nuevo).
Todo esto para decir que, recorridos rápidamente con la mirada los títulos de los volúmenes expuestos en la librería, has encaminado tus pasos hacia una pila de Si una noche de invierno un viajero con la tinta aún fresca, has agarrado un ejemplar y lo has llevado a la caja para que se estableciera tu derecho de propiedad sobre él.
Has echado aún un vistazo extraviado a los libros de alrededor (o mejor dicho, eran los libros los que te miraban con el aire extraviado de los perros que desde las jaulas de la perrera municipal ven a un ex compañero alejarse tras la correa del amo venido a rescatarlo) y has salido.
Es un placer especial el que te proporciona el libro recién publicado, no es sólo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después que perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras? Nunca se sabe. Veamos cómo empieza.
Quizá ya en la librería has empezado a hojear el libro. ¿O no has podido, porque estaba envuelto en su capullo de celofán? Ahora estás en el autobús, de pie, entre la gente, colgado por un brazo de una anilla, y empiezas a abrir el paquete con la mano libre, con gestos un poco de mono, un mono que quiere pelar un plátano y al mismo tiempo mantenerse aferrado a la rama. Mira que le estás dando codazos a los vecinos; pide perdón, por lo menos.
O quizá el librero no ha empaquetado el volumen; te lo ha dado en una bolsa. Eso simplifica las cosas. Estás al volante de tu auto, parado en un semáforo, sacas el libro de la bolsa, desgarras la envoltura transparente, te pones a leer las primeras líneas. Te llueve una tempestad de bocinazos; hay luz verde; estás obstruyendo el tráfico.
Estás en tu mesa de trabajo, tienes el libro colocado como al azar entre los papeles profesionales, en cierto momento apartas un dossier y encuentras el libro bajo los ojos, lo abres con aire distraído, apoyas los codos en la mesa, apoyas las sienes en las manos cerradas en puño, pareces concentrado en el examen de un expediente y en cambio estás explorando las primeras páginas de la novela. Poco a poco te recuestas, en el respaldo, alzas el libro a la altura de la nariz, inclinas la silla en equilibrio sobre las patas posteriores, abres un cajón lateral del escritorio para poner los pies, la posición de los pies durante la lectura es de suma importancia, alargas las piernas sobre la superficie de la mesa, sobre los expedientes no despachados.
Pero ¿no te parece una falta de respeto? De respeto, por supuesto, no a tu trabajo (nadie pretende juzgar tu rendimiento profesional; admitamos que tus tareas se inserten regularmente en el sistema de actividades improductivas que ocupa tanta parte de la economía nacional y mundial), sino al libro. Peor aún si perteneces en cambio –de grado o por fuerza– al número de esos para quienes trabajar significa trabajar en serio, realizar –intencionadamente o sin hacerlo aposta– algo necesario o al menos no útil para los demás amén de para sí: entonces el libro que te has llevado contigo al lugar de trabajo como una especie de amuleto o talismán te expone a tentaciones intermitentes, unos cuantos segundos cada vez substraídos al objeto principal de tu atención, sea éste un perforador de fichas electrónicas, los hornillos de una cocina, las palancas de mando de un bulldozer, un paciente tendido con las tripas al aire en la mesa de operaciones.
En suma, es preferible que refrenes la impaciencia y esperes a abrir el libro cuando estés en casa. Ahora sí. Estás en tu habitación, tranquilo, abres el libro por la primera página, no, por la última, antes de nada quieres ver cómo es de largo. No es demasiado largo, por fortuna. Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad del tiempo podemos encontrarla sólo en las novelas de aquella época en la cual el tiempo no aparecía ya como inmóvil y no todavía como estallando, una época que duró más o menos cien años, y luego se acabó.
Le das vueltas al libro entre las manos, recorres las frases de la contraportada, de la solapa, frases genéricas, que no dicen mucho. Mejor así, no hay un discurso que pretenda superponerse indiscretamente al discurso que el libro deberá comunicar directamente, a lo que tú deberás exprimir del libro, sea poco o mucho. Cierto que también este girar en torno al libro, leerlo alrededor antes de leerlo por dentro, forma parte del placer del libro nuevo, pero como todos los placeres preliminares tiene una duración óptima si se quiere que sirva para empujar hacia el placer más consistente de la consumación del acto, esto es, de la lectura del libro.
Conque ya estás preparado para atacar las primeras líneas de la primera página. Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que recuerdas. ¿Es una desilusión? Veamos. Acaso al principio te sientes un poco desorientado, como cuando se te presenta una persona a la que por el nombre identificabas con cierta cara, y tratas de hacer coincidir los rasgos que ves con los que recuerdas, y la cosa no marcha. Pero después prosigues y adviertes que el libro se deja leer de todas maneras, con independencia de lo que te esperabas del autor, es el libro en sí lo que te intriga, e incluso bien pensado prefieres que sea así, hallarte ante algo que aún no sabes bien qué es.

domingo, 14 de enero de 2007

Reseña sobre "El ultimo encuentro", de Sandor Marai


"El último encuentro"
Sándor Márai (Hungría)
Ediciones Salamandra, Barcelona (España), 2002
(Traducción de Judit Xantus)
Luego de una existencia ornada de elegancia y esplendor, el general Henrik decidió recluirse en su castillo en los Cárpatos, donde lleva viviendo más de 40 años. Sólo una nodriza y sus recuerdos le sirven y acompañan. Un día, su mejor amigo, Konrád, a quien no ve desde hace más de cuatro décadas, le anuncia por escrito que irá a visitarlo. “Konrád sabía que tenía que regresar –explica el autor– y el general sabía que aquel momento llegaría algún día”. La novela es la recreación de ese encuentro, y el magnífico diálogo entre ambos personajes no sólo irá develando un tercer ángulo en la trama –una mujer imborrable llamada Krisztina–, sino que ofrece una de las más sabias reflexiones que se han escrito sobre la pasión. Sándor Márai fue un escritor reconocido en la Europa de los años 30 y 40 del siglo XX. En 1948, con la llegada del régimen comunista a Hungría, emigró a Estados Unidos. Sus libros, prohibidos en su país, cayeron en el olvido. Con el cambio de gobierno en esta nación, y poco después de que el autor se suicidara en 1989, su obra volvió a adquirir notoriedad mundial: más de 40 años después de su creación. De modo que "El último encuentro", su novela más lograda, resultó ser también la más premonitoria.

Luis Yslas

Reseña sobre "Cell", de Stephen King


"Cell"
Stephen King (Estados Unidos)
Editorial Plaza & Janés, Barcelona (España), 2006
(Traducción de Bettina Blanch Tyroller)
Ya en la sexta página de Cell, alguien le arranca la oreja a un perro de un mordisco. En la décima, un hombre vuela por una ventana y se destroza contra la acera. Y así sucesivamente. Puro divertimento gore para los seguidores –o no– de Stephen King, quien ha creado una novela fiel al esquema de las historias apocalípticas: un misterioso virus, propagado a través de móviles celulares, desquicia a las personas. La humanidad se va degradando –y desangrando– aceleradamente. Claro está: los no-usuarios evaden el contagio y, liderados por el protagonista, Clayton Riddell, un dibujante de comics, emprenden un escalofriante recorrido de supervivencia. Si bien no es lo mejor de King –muchas escenas resultan truculentamente anémicas–, lo más llamativo del libro quizás sea el estilo depurado y lineal, pocas veces usado por el autor. Ahora bien, ¿la obra pretendía fustigar la creciente alienación por los teléfonos móviles? No sé. Valga acotar que el lanzamiento promocional de esta novela se hizo a través de mensajería de textos. Tal vez, la publicidad sea el virus más letal, por inevitable. Por cierto, según Conatel, en Venezuela hay casi 16 millones de personas suscritas a la telefonía celular. Y hay, también, bastante desquiciado. Tarde o temprano, el tiempo convierte a los artífices de ciencia ficción en escritores costumbristas.

Luis Yslas

Reseña de "El libro de un hombre solo", de Gao Xingjian


"El libro de un hombre solo"
Gao Xingjian (China)
Ediciones del Bronce, Barcelona (España), 2003
(Traducción de Xin Fei y José Luis Sánchez)
“Se puede violar a un ser humano, con violencia física o violencia política, pero no se le puede poseer por completo”, se lee en El libro de un hombre solo, novela de Gao Xingjian –Premio Nobel de Literatura 2000–, en la que un reconocido artista chino exiliado en París, evoca, con una sensibilidad que no hace concesiones al melodrama, los años en que le tocó vivir la llegada y propagación de la Revolución ¿Cultural? en su país, y cómo esta labor de apropiación material, ideológica y hasta espiritual ejercida por el gobierno de Mao –rayana en el fanatismo religioso–, va estrangulando la libertad no sólo de acción sino de pensamiento. Un Estado que convirtió a una milenaria nación en un territorio de espías y traidores, de temerosos y arribistas: un país de siniestros solitarios. La novela, publicada por primera vez en 1999, es la memoria de un artista que aprendió a resistir la pesadilla política sin perder la dignidad de pensar libremente. El lector que se asome a esta obra no sólo comprenderá lo que significó –y significa aún– la revolución socialista en China, sino, para mayor estremecimiento, lo que pueden emprender sus clones revolucionarios en otros países no tan lejanos, pero igualmente sometidos a los delirios de una izquierda retrógrada.

Luis Yslas

Reseña sobre "La enfermedad" de Alberto Barrera Tyszka


"La enfermedad"
Alberto Barrera Tyszka (Venezuela)
Editorial Anagrama, Barcelona (España), 2006
Cuando una novela llega a lector precedida de un premio internacional como el Herralde, es posible que las expectativas condicionen su lectura. Tal vez se busque coincidir con las razones de aquel jurado que la premió. O todo lo contrario. Con este prejuicio a cuestas, me es imposible obviar tanto los aciertos como la fragilidad narrativa de La enfermedad. En el libro se desarrollan dos historias. Andrés Miranda acaba de enterarse de que su padre tiene un cáncer terminal y teme decirle que morirá pronto. Esa crisis acelera una serie de emociones contenidas entre ambos personajes. Luego está la historia de Ernesto Durán, quien se presume enfermo y, por medio del acoso verbal, pretende que el doctor Miranda lo salve. He aquí el talón de Aquiles de la obra, pues el conflicto del inverosímil Durán ni intriga, ni divierte. Más grave aún: opaca la tensión –y atención– del drama de los Miranda. Sin embargo, la novela exhibe un claro dominio del lenguaje –Barrera es un orfebre de imágenes brillantes–, y aborda con profundidad no sólo el tema de la muerte, sino el de la incomunicación entre padre e hijo. En todo caso, es uno de los libros más leídos en este país desde noviembre del año pasado. Ya eso es un síntoma de buena salud para las letras venezolanas.

Luis Yslas

Lista de libros preferidos de Rafael Osio Cabrices


"20 entrañables rarezas"
(Tomado de “Marcalibros”, la sección de reseñas de Rafael Osío en El Nacional. Este texto también aparece en su blog: www.rafaelosiocabrices.blogspot.com)
Ser un buen lector es también ser un cazador, un coleccionista: alguien que no pierde nunca la avidez por descubrir e incluso acumular tesoros. Aquí propongo una lista para conservar, una lista que se ofrece como ayuda –muy personal, muy subjetiva: nada canónica– para esa deliciosa e incombustible curiosidad que envenena de por vida a los buenos lectores.
Ninguno de los títulos que siguen ha sido reseñado en esta columna. Algunos son raros porque son difíciles de conseguir, tanto en Venezuela como en el exterior. Otros lo son porque no pueden ser encerrados en ninguna clasificación de género. Otros son comentados porque pueden pasar desapercibidos en una librería o porque no han tenido buena prensa. Los hay incluso que han sido importantes y promovidos en el pasado, pero que luego, por una razón u otra, fueron olvidados.
Ninguna de estas rarezas es anterior al siglo XX, pero antes de 1900 también abundan. Para cruzar ese umbral hacia el pasado más remoto haría falta mucho más espacio.
"Las ciudades invisibles", de Italo Calvino (Minotauro). Es un texto muy conocido y citado, pero imposible de clasificar. Consta de distintos relatos-ensayos-poemas sobre ciudades imaginarias. De culto.
"Crónicas marcianas", de Ray Bradbury (Minotauro). Esta serie de relatos sobre la conquista de Marte tiene todo lo que debe tener la ciencia ficción –el enfrentamiento al poder la tecnología, las quimeras del conocimiento, el choque con realidades alternas–, pero también lo que tienen las grandes novelas.
"Maya", de Jostein Gaarder (Siruela). El autor de El mundo de Sofía supo escribir una novela muy emocionante que mezcla teoría evolutiva y misterios del azar con Goya y las islas del Pacífico.
"El emperador", de Ryszard Kapuscinsky (Anagrama). Libro de no ficción y exquisita novela de una dictadura, la de Halie Selassie, el Emperador de Etiopía.
"Crónica del pájaro que da cuerda al mundo", de Haruki Murakami (Tusquets). Una apasionante e ingeniosa novela japonesa de los años 80, del que hasta donde sé es el más interesante narrador del Extremo Oriente.
"El malpensante", de Gesualdo Bufalino (Norma). Libro de aforismos del escritor siciliano, un texto de cabecera para quienes lo conocemos, una guía para soportar mejor la existencia.
"La vida: instrucciones de uso", de Georges Perec (Anagrama). Esta extraña novela-rompecabezas del escritor francés muerto tan prematuramente es su libro más conocido y, probablemente, más accesible.
"La cofradía de los celestinos", de Stefano Benni (Siruela). Divertidísima fábula contemporánea sobre un grupo de huérfanos que se dirigen a una caimanera mundial de fútbol callejero, en un delirante país muy parecido a Italia.
"El bastardo recalcitrante", de Tom Sharpe (Anagrama). Toda la capacidad para hacer doblarse de la risa a sus lectores es expuesta aquí por este insigne satírico inglés.
"Hacia rutas salvajes", de Jon Krakauer (Ediciones B). La historia real de un prometedor muchacho de clase alta estadounidense que decidió vivir como un vagabundo en el bosque. Una clase de alto periodismo.
"¡Insólito!", de Gonzalo Jiménez (Debate). El libro de crónicas escépticas sobre asuntos extraordinarios del periodista y editor de Todo en Domingo merece más atención. Búsquelo en los fondos de las librerías que no se arrepentirá.
"Los trozos de la canción", de Bruce Chatwin (Península). En esta crónica sobre Australia, el maestro de la escritura viajera expone su teoría sobre el nomadismo como condición natural humana.
"La sepultura sin sosiego", de Cyril Connolly (Mondadori). Diario de la Segunda Guerra Mundial de un cultísimo escritor inglés, entonces recién divorciado y encerrado con sus libros mientras llovían las bombas. Oscuro y maravilloso.
"La historia interminable", de Michael Ende (varias ediciones). No es sólo una de las mejores historias para niños. La gran obra del escritor alemán puede conmover por igual a un adulto sensible. Busque las ediciones con letras en dos colores.
"Encuentros con animales", de Gerard Durrell (Alianza). El hermano de Lawrence Durrell era un tenaz naturalista que se pasó media vida buscando especimenes. Sus crónicas son conmovedoras y muy entretenidas.
"La costa de los mosquitos", de Paul Theroux (Tusquets). Esta novela del cronista de viajes relata el intento fallido de un terco padre de familia por construir su propia utopía en Centroamérica. Sabio e inquietante.
"Historias extraordinarias", de Roald Dahl (Anagrama). Famoso entre los niños y entre los adultos, Dahl escribía cuentos redondos, inmejorables, que se leen de una sentada.
"La melancólica aventura del Chico Ostra", de Tim Burton (Anagrama). Breve divertimento con cuentos y dibujos, para fanáticos del realizador y amantes de lo original.
"Smoke/Blue in the Face", de Paul Auster y Wayne Wang (Anagrama). Los guiones de las dos estupendas películas que el autor neoyorquino y el cineasta chino rodaron en Manhattan.
"El séptimo samurai", de Helen de Witt (Plaza & Janés). Este pequeño best seller cuenta la historia de un niño genio y su madre adicta a Kurosawa. Para unas buenas vacaciones.

Reseña sobre "El fútbol a sol y sombra", de Eduardo Galeano


El fútbol a sol y sombra
Eduardo Galeano (Uruguay).
Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1995.
Pocos libros tienen la virtud de complacer por igual a lectores de Proust como a fanáticos de crónicas deportivas. Éste lo logra, con la ventaja además de poder leerse en cualquier momento, y por cualquier página, pues la brevedad de sus textos permite degustarlos como un trago corto que, lejos de quitar la sed: la aviva. Eduardo Galeano confiesa que esta obra es “un homenaje al fútbol, celebración de sus luces, denuncia de sus sombras”. Y en efecto, este conjunto de relatos-ensayos, incluye los temas y protagonistas más importantes del balompié mundial, desde una óptica que, distante de la formalidad historicista, la objetividad periodística o el tecnicismo de manual, elogia al fútbol en lo que tiene de ritual y juego, de divertimiento y poesía, pero también cuestiona el emporio económico que decide, nuchas veces, el destino de un jugador, un equipo o un campeonato. Galeano escribe con pases cortos y precisos, y termina anotando, de manera divertida y aguda, frases inolvidables. Como, por ejemplo, las cuatro palabras con las que sintetiza la vida deportiva de Maradona: “Jugó, venció, meó, perdió”. Un libro imprescindible para cualquier fanático del fútbol, o también, para quien desee serlo.

Luis Yslas

Reseña sobre "Caja de herramientas", de Fabio Morabito


Caja de herramientas
Fabio Morábito (México).
Fondo de Cultura Económica, México, 1989.
Esta obra, difícil de clasificar y de soltar, está compuesta por textos breves cuyos protagonistas son la lima, la lija, la esponja, el aceite, el tubo, el cuchillo, la cuerda, la bolsa, el tornillo, las tijeras, el resorte, el trapo y el martillo. Sin embargo, decir que no hay seres animados sería impreciso, pues en este caso, la animación opera sobre estos objetos que, en virtud de la escritura pulcra y meticulosa de Fabio Morábito, adquieren un relieve vívido e inquietante. Dicho esto, es posible que acudan a la memoria del lector las odas elementales de Neruda, o las instrucciones de Cortázar, aunque pese –y gracias– a estas referencias, este libro exhala una respiración propia, un rumor de lucidez y autenticidad. De naturaleza híbrida –¿descripción minimalista? ¿ensayo lírico?– cada texto tiene como figura central una herramienta que, bajo el ojo agudo del autor, trasciende su condición de objeto, y se sitúa en un ámbito en el que un tornillo o una cuerda pueden ser también metáforas de la envidia, la melancolía o la intolerancia. Es decir: un universo de objetos mediante el cual el autor ha querido exponer su incisiva visión del género humano. Fabio Morábito es uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad. Si hay alguna duda, basta abrir esta caja, donde estamos todos incluidos.

Reseña sobre "Amphigorey también", de Edward Gorey


"Amphigorey también"
Edward Gorey (Estados Unidos).
Editorial Valdemar, Madrid, 2005. (Edición bilingüe).
Si usted se jacta de poseer una mente siniestra, en la que suelen hospedarse ideas retorcidas, pero si además esgrime un afilado sarcasmo bajo el cual se agazapa una tibia sensibilidad, entonces apreciará con entusiasmo estas 20 narraciones, ilustradas y escritas por Edward Gorey, uno de los artistas norteamericanos más mordaces del siglo XX; a quien Tim Burton –ese otro artífice de lo macabro– considerara su mayor influencia. En las historias de este libro –una de las cuatro antologías de la obra de este autor– habitan seres bestiales, niños de dudosa moralidad, objetos intrigantes, animales maléficos, paisajes lúgubres, figuras diabólicas y criminales, entre otras irrupciones del terror y lo fantástico. Habría que añadir, no como advertencia sino como atributo, que Gorey suele ser tan sórdido que su humor a veces transpira desesperanza e inseguridad absolutas. Así que cuando los relatos de Perrault, Andersen o los Grimm sean insuficientes para apaciguar a ese niño indomable e insolente, no lo piense dos veces: pruebe con este libro.

Luis Yslas

Reseña sobre "Florencio y los pajaritos de Angelina su mujer", de Francisco Massiani


"Florencio y los pajaritos de Angelina su mujer"
Francisco Massiani (Venezuela).
Fundación para la Cultura Urbana, Caracas, 2005.
“Sólo la ternura ayuda a las palabras y las hace buena compañía. Sin ternura se envejecen antes de temblar en la garganta y antes de tocar la oreja del amigo que está cerca”, afirma uno de los personajes de este volumen de cuentos, galardonado con el Premio Anual 2005 de la Fundación para la Cultura Urbana. Fiel a su estilo coloquial y desenfadado, y a la búsqueda amorosa que, desde su inolvidable novela Piedra de mar, ha dominado su escritura, Francisco Massiani continúa prodigando en este libro esa ternura que hace de sus ficciones una compañía difícil de olvidar. Tal vez, el título de uno de estos relatos, “A mí me tenía jodido porque ella sabía que yo la amaba”, sea también la revelación de un estado de fragilidad que define el modo en que sus personajes miran y sienten el mundo. Lawrence Durrel escribió que “con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir o hacer literatura”. Son estas tres formas de asumir el enigma femenino las que Massiani explora en su obra. Y es sin duda la tercera la que lo ha convertido en uno de los más entrañables autores de la literatura venezolana.

Luis Yslas

Reseña sobre "Planilandia", de Edwin A. Abbot


"Planilandia". Una novela de muchas dimensiones
Edwin A. Abbott (Inglaterra).
José J. de Olañeta Editor, Colección Torre de Viento, 1999. (Traducción: José Manuel Álvarez Flórez)

Con el agrio recuerdo de haber reparado matemáticas en mi adolescencia, puedo decir que la lectura de esta novela haría más digerible el aprendizaje de la geometría y la aritmética en nuestro inefable bachillerato. La historia está narrada por un cuadrado de Planilandia, quien sueña que viaja a un orbe desconocido llamado Linealandia, poblado de rayas y puntos. Allí, el cuadrado trata de hacerles comprender a sus habitantes la realidad bidimensional. No lo logra, y cuando está a punto de ser aniquilado por subversivo, despierta. Ya de vuelta a la vigilia, el narrador recibe la extraña visita de un ser proveniente de Espaciolandia. Reaparece entonces la intolerancia, esta vez del cuadrado, quien rechaza la posibilidad tridimensional, hasta que el inusual viajero –una esfera– lo conduce a su reino para convencerlo. Al regresar a Planilandia, el cuadrado, cual profeta iluminado por la gracia de la revelación geométrica, intenta predicar a sus coterráneos el evangelio de las tres dimensiones. La ortodoxia se impone: lo condenan a cadena perpetua, por loco. Esta obra del eclesiástico inglés Edwin A. Abbott apareció publicada en 1884, mucho antes de la teoría de Einstein, la praxis de Hitler y las profecías de Orwell. Pero las incluye a todas.

Luis Yslas

Reseña de "Solo quiero que amanezca", Oscar Marcano.



Sólo quiero que amanezca
Oscar Marcano (Venezuela).
Seix Barral, 2002.

Uno de los personajes de este libro sostiene que el mundo es “un sitio rudo en donde el negro es el color más claro”. Y agrega: “A Dios gracias soy un tipo sin aspavientos”. Así es este volumen de relatos: 21 historias rudas, pero contadas sin truculencia ni lagrimeo. Ganadora del Premio Internacional Jorge Luis Borges en 1999, esta obra del guaireño Oscar Marcano es una galería de fracasados que viven su caída con una resignación más próxima al orgullo que al menosprecio. No tienen esperanza, pero tampoco autocompasión. Continúan, con su dolor reseco, no saben bien para qué, ni hacia dónde. Y no importa. Se dejan amanecer de nuevo, adheridos a sus vicios, sus rituales urbanos, sus amores fallidos. Y esa permanencia es también su trascendencia. Lo más inolvidable de estos cuentos es la crudeza, la sobriedad y el humor con que el autor ha descrito –y ennoblecido– la derrota de sus personajes. “A los que nunca terminaron nada” se titula uno de los mejores relatos del libro. También podría ser la dedicatoria.

Luis Yslas

Fragmentos de Libros


La vida nueva
Por Orhan Pamuk


Un día leí un libro y toda mi vida cambió. Ya desde las primeras páginas sentí de tal manera la fuerza del libro que creí que mi cuerpo se distanciaba de la mesa y la silla en la que estaba sentado. Pero, a pesar de tener la sensación de que mi cuerpo se alejaba de mí, era como si más que nunca estuviera ante la mesa y en la silla con todo mi cuerpo y todo lo que era mío y el influjo del libro no sólo se mostrara en mi espíritu sino en todo lo que me hacía ser yo. Era aquél un influjo tan poderoso que creí que de las páginas del libro emanaba una luz que se reflejaba en mi cara: una luz brillantísima que al mismo tiempo cegaba mi mente y la hacía refulgir. Pensé que con aquella luz podría hacerme de nuevo a mí mismo, noté que con aquella luz podría salir de los caminos trillados, en aquella luz, en aquella luz sentí las sombras de una vida que conocería y con la que me identificaría más tarde. Estaba sentado a la mesa, un rincón de mi mente sabía que estaba sentado, volvía a las páginas y mientras mi vida cambiaba yo leía nuevas palabras y páginas. Un rato después me sentí tan poco preparado y tan impotente con respecto a las cosas que habrían de sucederme, que por un momento aparté instintivamente mi rostro de las páginas como si quisiera protegerme de la fuerza que emanaba del libro. Fue entonces cuando me di cuenta aterrorizado de que el mundo que me rodeaba había cambiado también de arriba abajo y me dejé llevar por una impresión de soledad como jamás había sentido hasta ese momento. Era como si me encontrara completamente solo en un país cuya lengua, costumbres y geografía ignorara.
La impotencia que me produjo aquella sensación de soledad me ató de repente con más fuerza al libro. El libro me mostraría todo lo que debía hacer en aquel nuevo país en el que había caído, lo que quería creer, lo que vería, el rumbo que seguiría mi vida. Ahora, pasando las páginas una a una, leía el libro como si fuera una guía que me mostrara el camino a seguir en un país salvaje y extraño. Ayúdame, me apetecía decirle, ayúdame para que pueda encontrar una vida nueva sin tropezar con accidentes ni catástrofes. Pero también sabía que esa vida nueva estaba formada por las palabras del libro. Mientras leía las palabras una a una intentaba, por un lado, encontrar mi camino, y por otro, recreaba admirado cada una de las imaginarias maravillas que me harían perderlo por completo.

Inicio de la novela La vida nueva (1994), de Orhan Pamuk.

Libros preferidos de Augusto Monterroso

15 obras fundamentales
Por Augusto Monterroso

1. En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
2. Ulises, de James Joyce.
3. El proceso, de Franz Kafka.
4. La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein.
5. La montaña mágica, de Thomas Mann.
6. Seis personajes en busca de un autor, de Luigi Pirandello.
7. Residencias(s) en la tierra, de Pablo Neruda.
8. Ficciones, de Jorge Luis Borges.
9. Poesía, de Vladimir Mayakovski.
10. Teatro, de Antón Chéjov.
11. Alcoholes, de Guillaume Apollinaire.
12. Manifiestos del Surrealismo, de André Bretón.
13. La tierra baldía, de T. S. Eliot.
14. Cantos, de Ezra Pound.
15. Pigmalión, de George Bernard Shaw.


¿Por qué sólo estos autores y estas obras y no otros? En primer lugar, como es obvio, porque el límite son 15, según la revista Quimera que me pidió esta lista. ¿Y en segundo y en tercero y en cuarto? He visto la respuesta de, por ejemplo, Rafael Humberto Moreno-Durán o Augusto Roa Bastos y, lo inevitable, hay coincidencias, pero a la vez señalan nombres que a mí me sorprenden tanto como ellos se sorprenderán con algunos consignados por mí.
Días más tarde, conversando de esto en París con Jorge Enrique Adoum y otros amigos con quienes entramos en el juego quimérico, cada quien mencionaba autores diferentes (después de estar de acuerdo, por supuesto, en lo que se refiere a Pound, Joyce, Proust y Kafka) y no había más remedio que convencerse de que lo interesante (o el chiste, como decimos nosotros) de estas listas es, venturosamente, dar pie al desacuerdo y a la discusión.

Tomado de su libro La letra E (1987)

Libro preferido de Julio Cortazar

El libro preferido
Por Julio Cortázar

Muchos libros pueden impresionarme hoy, pero me basta pensar en mi adolescencia para medir lo que va de ese ayer a este hoy.
Todo libro es un libro y su lector, y cuando el lector es joven e ingenuo, sus lecturas lo invaden con una fuerza que la madurez irá limando más tarde para reemplazarla por otras impresiones sin duda más ricas, pero desprovistas ya de ese aletazo de maravilla, de esa gran ola de pasión que fueron los libros leídos en la juventud.
Por eso no me sorprende que la pregunta me devuelva instantáneamente al recuerdo de los libros que jamás releeré. No los releeré porque si lo hiciera el hombre viejo mataría al hombre nuevo, el crítico al poeta, el analista al ingenuo, y aunque esas muertes ya están cumplidas en tantos otros planos, yo no quisiera vivir si algo de mí no guardara para siempre al niño, al inocente, al gran bobo maravillado. Y ciertos recuerdos lo guardan y lo salvan: algunos libros, algunos amores, algunos atardeceres.
Claro está, hay obras, como La Ilíada, que conserva su magia a toda edad de lectura, y sé que puedo volver a ella sin riesgo de decepción. Pero otros libros se dejan morder tristemente por el tiempo, y si queremos preservar hasta el fin su maravilla no hay que abrirlos una segunda vez; por eso nunca más leeré El hombre que ríe, ahí está en la biblioteca al alcance de la mano que sin embargo no se tenderá hacia él.
¿Por qué El hombre que ríe? Por Víctor Hugo, claro, su genio visionario, su estilo en constante claroscuro, sus golpes de efecto, su retórica sublime y su filosofía de huecas resonancias. Pero si de todas sus novelas prefiero ésta es porque colmó en su día la necesidad de extrañamiento que siempre hubo en mí.
No la recuerdo en detalle, pero sé que contenía sombríos paisajes de una Inglaterra feudal y primitiva, horcas en las encrucijadas, un pobre héroe llamado Gwymplaine, desfigurado por mendigos profesionales que lo condenaban a una perpetua, horrible sonrisa. Recuerdo un combate salvaje, cuando el boxeo se libraba a puño limpio y hasta la muerte, una mujer fatal en un marco de castillos macbethianos: sé que Gwymplaine encontraba el amor y la muerte al término de olvidadas aventuras.
Soy incapaz de contar el libro, e incluso este vago resumen estará lleno de errores. Lo que verdaderamente sé es la fascinación que El hombre que ríe pudo infundir a un adolescente, la aceptación apasionada de un mundo más rico y misterioso y terrible que el que me rodeaba entonces.
Me ocurre todavía antes de dormirme, ver un paisaje nocturno por el que avanza un niño desfigurado; en algún momento surgirá la horca con sus espantoso morador. Cuando me duermo, del otro lado de la noche me está ya esperando alguien que sonreirá indulgente después de los fantasmas de la duermevela, pero que nunca, a ningún precio, volverá a leer El hombre que ríe.

Tomado de la revista española Cambio 16 (Nro. 638, 20/02/1984).