lunes, 15 de enero de 2007

Fragmento de "Los abuelos, Hamlet y las Gracias", de Andrés Cardinale









Andrés Cardinale se ha ido a Italia a buscar una carta de identidad. Comenzó enviando a sus amigos las crónicas de su viaje; ahora todos aguardamos por el libro con que tanto hemos soñado al conversar con Andrés.

Según los etimólogos cristianos, el origen de la palabra "religión" es "re-ligare", esto es, volver a establecer el vínculo con un dios padre omnipotente en el que no creo mucho, roto por el (nada) original pecado de Adán (y Eva, no nos olvidemos nunca de Eva), que no era más que la búsqueda del conocimiento. Para los etimólogos paganos, en cambio, el origen de "religión" era "re-leggere", volver a leer, re-leer, no aceptar nada de lo que le pasaba a uno por su valor nominal, ver cada suceso de nuevo, una y otra vez, hasta conseguir su sentido profundo, su conexión con el todo que es (o debe ser, que de todo hay que dudar) la propia historia, el propio cuento, ese que uno se echa en secreto, por la noche, para dormir, "quizá soñar", para volver a citar a Hamlet. Sé que este segundo modo es más difícil, porque la vida se le vuelve a uno un rompecabezas del que uno no sabe el número de piezas y cuya imagen uno no tiene clara en la cabeza, pero, necio como soy, miope como soy, impráctico como soy, re-lector maniático como soy, es la que he intentado e intento.

Fragmento de "La mujer justa" de Sandor Marai


La vida se queda vacía si no la llenas con alguna tarea peligrosa y emocionante. Y esa tarea no puede ser otra que el trabajo. El otro trabajo, el individual, es el trabajo del alma, del espíritu, del talento, cuyos frutos cambian el mundo y lo hacen más prospero, justo y humano. Leía mucho. Pero con la lectura pasa lo mismo, ya sabes… sólo obtienes algo de los libros si eres capaz de poner algo tuyo en lo que estás leyendo. Quiero decir que sólo si te aproximas al libro con el ánimo dispuesto a herir y ser herido en el duelo de la lectura, a polemizar, a convencer y ser convencido, y luego, una vez enriquecido con lo que haz aprendido, a emplearlo en construir algo en la vida o en el trabajo…. Un día me di cuenta de que en realidad yo no ponía nada en mis lecturas. Leía como el que se encuentra en una ciudad extranjera y por pasar el rato se refugia en un museo cualquiera a contemplar con una educada indiferencia los objetos expuestos. Casi leía por sentido del deber: ha salido un libro nuevo que está en boca de todos, hay que leerlo. O bien: esta obra clásica aún no la he leído, por lo tanto, mi cultura resulta incompleta y siento la necesidad de llenar esa laguna, así que voy a dedicar una hora por la mañana y otra por la noche a leerla. Esa era mi forma de leer… Hubo un tiempo en que la lectura era para mí una auténtica experiencia, el corazón me brincaba dentro del pecho cuando tomaba entre mis manos la última obra de un autor conocido, el nuevo libro era como un encuentro, una compañía peligrosa de la que podían surgir emociones gratificantes, pero también consecuencias dolorosas e inquietantes.

Fragmento de "Si una noche de invierno un viajero"


Pensamos que entre los mejores consejos para leer un libro se encuentran las palabras que Italo Calvino escribiera al inicio de "Si una noche de invierno un viajero" (1980). Sirva pues este primer capítulo de esa memorable novela no sólo como recomendación para leer el libro del autor italiano, sino también, como consejos para disfrutar, física y emocionalmente, la lectura de cualquier obra literaria:

“Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: ‘¡No, no quiero ver la televisión!’ Alza la voz, si no te oyen: ‘¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!’ Quizás no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: ‘¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!’ O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.
Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte boca abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro.
La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, ante un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer en pie. Se descansaba así cuando se estaba cansado de montar a caballo. A caballo de nadie se le ha ocurrido nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atrayente. Con los pies en los estribos se debería estar muy cómodo para leer; tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.
Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto, si no, vuélvetelos a poner. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.
Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte y que no se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un mediodía del Sur. Trata de prever ahora todo lo que pueda evitarte interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.
No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor. Esta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso es, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o ir bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.
Conque has visto en un periódico que había salido Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino, que no publicaba hacía varios años. Has pasado por la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien.
Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los Libros Que No Has Leído que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los Libros Que Puedes Prescindir de Leer, de los Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría De Lo Ya Leído Antes Aun De Haber Sido Escrito. Y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los Libros Que Si Tuvieras Más Vidas Que Vivir Ciertamente Los Leerías También De Buen Grado Pero Por Desgracia Los Días Que Tienes Que Vivir Son Los Que Son. Con rápido movimiento saltas sobre ellos y caes entre las falanges de los Libros Que Tienes Intención de Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, de los Libros Demasiado Caros Que Podrías Esperar A Comprarlos Cuando Los Revendan A Mitad de Precio, de los Libros Idem De Idem Cuando Los Reediten En Bolsillo, de los Libros Que Podrías Pedirle A Alguien Que Te Preste, de los Libros Que Todos Han Leído, Conque Es Casi Como Si Los Hubieras Leído También Tú.
Eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del fortín, donde ofrecen resistencia los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer, los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos, los Libros Que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento, los Libros Que Quieres Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso, los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano, los Libros Que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería, los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable.
Hete aquí que te ha sido posible reducir el número ilimitado de fuerzas en presencia a un conjunto muy grande, sí, pero en cualquier caso calculable con un número finito, aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas de los Libros Leídos Hace Tanto Tiempo Que Sería Hora de Releerlos y de los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieses A Leerlos De Veras.
Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en la ciudadela de las Novedades Cuyo Autor O Tema Te Atrae. También en el interior de esta fortaleza puedes practicar brechas entre las escuadras de los defensores dividiéndolas en Novedades De Autores O Temas No Nuevos (para ti o en absoluto) y Novedades De Autores O Temas Completamente Desconocidos (al menos para ti) y definir la atracción que sobre ti ejercen basándote en tus deseos y necesidades de nuevo y de no nuevo (de lo nuevo que buscas en lo no nuevo y de lo no nuevo que buscas en lo nuevo).
Todo esto para decir que, recorridos rápidamente con la mirada los títulos de los volúmenes expuestos en la librería, has encaminado tus pasos hacia una pila de Si una noche de invierno un viajero con la tinta aún fresca, has agarrado un ejemplar y lo has llevado a la caja para que se estableciera tu derecho de propiedad sobre él.
Has echado aún un vistazo extraviado a los libros de alrededor (o mejor dicho, eran los libros los que te miraban con el aire extraviado de los perros que desde las jaulas de la perrera municipal ven a un ex compañero alejarse tras la correa del amo venido a rescatarlo) y has salido.
Es un placer especial el que te proporciona el libro recién publicado, no es sólo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después que perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras? Nunca se sabe. Veamos cómo empieza.
Quizá ya en la librería has empezado a hojear el libro. ¿O no has podido, porque estaba envuelto en su capullo de celofán? Ahora estás en el autobús, de pie, entre la gente, colgado por un brazo de una anilla, y empiezas a abrir el paquete con la mano libre, con gestos un poco de mono, un mono que quiere pelar un plátano y al mismo tiempo mantenerse aferrado a la rama. Mira que le estás dando codazos a los vecinos; pide perdón, por lo menos.
O quizá el librero no ha empaquetado el volumen; te lo ha dado en una bolsa. Eso simplifica las cosas. Estás al volante de tu auto, parado en un semáforo, sacas el libro de la bolsa, desgarras la envoltura transparente, te pones a leer las primeras líneas. Te llueve una tempestad de bocinazos; hay luz verde; estás obstruyendo el tráfico.
Estás en tu mesa de trabajo, tienes el libro colocado como al azar entre los papeles profesionales, en cierto momento apartas un dossier y encuentras el libro bajo los ojos, lo abres con aire distraído, apoyas los codos en la mesa, apoyas las sienes en las manos cerradas en puño, pareces concentrado en el examen de un expediente y en cambio estás explorando las primeras páginas de la novela. Poco a poco te recuestas, en el respaldo, alzas el libro a la altura de la nariz, inclinas la silla en equilibrio sobre las patas posteriores, abres un cajón lateral del escritorio para poner los pies, la posición de los pies durante la lectura es de suma importancia, alargas las piernas sobre la superficie de la mesa, sobre los expedientes no despachados.
Pero ¿no te parece una falta de respeto? De respeto, por supuesto, no a tu trabajo (nadie pretende juzgar tu rendimiento profesional; admitamos que tus tareas se inserten regularmente en el sistema de actividades improductivas que ocupa tanta parte de la economía nacional y mundial), sino al libro. Peor aún si perteneces en cambio –de grado o por fuerza– al número de esos para quienes trabajar significa trabajar en serio, realizar –intencionadamente o sin hacerlo aposta– algo necesario o al menos no útil para los demás amén de para sí: entonces el libro que te has llevado contigo al lugar de trabajo como una especie de amuleto o talismán te expone a tentaciones intermitentes, unos cuantos segundos cada vez substraídos al objeto principal de tu atención, sea éste un perforador de fichas electrónicas, los hornillos de una cocina, las palancas de mando de un bulldozer, un paciente tendido con las tripas al aire en la mesa de operaciones.
En suma, es preferible que refrenes la impaciencia y esperes a abrir el libro cuando estés en casa. Ahora sí. Estás en tu habitación, tranquilo, abres el libro por la primera página, no, por la última, antes de nada quieres ver cómo es de largo. No es demasiado largo, por fortuna. Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad del tiempo podemos encontrarla sólo en las novelas de aquella época en la cual el tiempo no aparecía ya como inmóvil y no todavía como estallando, una época que duró más o menos cien años, y luego se acabó.
Le das vueltas al libro entre las manos, recorres las frases de la contraportada, de la solapa, frases genéricas, que no dicen mucho. Mejor así, no hay un discurso que pretenda superponerse indiscretamente al discurso que el libro deberá comunicar directamente, a lo que tú deberás exprimir del libro, sea poco o mucho. Cierto que también este girar en torno al libro, leerlo alrededor antes de leerlo por dentro, forma parte del placer del libro nuevo, pero como todos los placeres preliminares tiene una duración óptima si se quiere que sirva para empujar hacia el placer más consistente de la consumación del acto, esto es, de la lectura del libro.
Conque ya estás preparado para atacar las primeras líneas de la primera página. Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que recuerdas. ¿Es una desilusión? Veamos. Acaso al principio te sientes un poco desorientado, como cuando se te presenta una persona a la que por el nombre identificabas con cierta cara, y tratas de hacer coincidir los rasgos que ves con los que recuerdas, y la cosa no marcha. Pero después prosigues y adviertes que el libro se deja leer de todas maneras, con independencia de lo que te esperabas del autor, es el libro en sí lo que te intriga, e incluso bien pensado prefieres que sea así, hallarte ante algo que aún no sabes bien qué es.

domingo, 14 de enero de 2007

Reseña sobre "El ultimo encuentro", de Sandor Marai


"El último encuentro"
Sándor Márai (Hungría)
Ediciones Salamandra, Barcelona (España), 2002
(Traducción de Judit Xantus)
Luego de una existencia ornada de elegancia y esplendor, el general Henrik decidió recluirse en su castillo en los Cárpatos, donde lleva viviendo más de 40 años. Sólo una nodriza y sus recuerdos le sirven y acompañan. Un día, su mejor amigo, Konrád, a quien no ve desde hace más de cuatro décadas, le anuncia por escrito que irá a visitarlo. “Konrád sabía que tenía que regresar –explica el autor– y el general sabía que aquel momento llegaría algún día”. La novela es la recreación de ese encuentro, y el magnífico diálogo entre ambos personajes no sólo irá develando un tercer ángulo en la trama –una mujer imborrable llamada Krisztina–, sino que ofrece una de las más sabias reflexiones que se han escrito sobre la pasión. Sándor Márai fue un escritor reconocido en la Europa de los años 30 y 40 del siglo XX. En 1948, con la llegada del régimen comunista a Hungría, emigró a Estados Unidos. Sus libros, prohibidos en su país, cayeron en el olvido. Con el cambio de gobierno en esta nación, y poco después de que el autor se suicidara en 1989, su obra volvió a adquirir notoriedad mundial: más de 40 años después de su creación. De modo que "El último encuentro", su novela más lograda, resultó ser también la más premonitoria.

Luis Yslas

Reseña sobre "Cell", de Stephen King


"Cell"
Stephen King (Estados Unidos)
Editorial Plaza & Janés, Barcelona (España), 2006
(Traducción de Bettina Blanch Tyroller)
Ya en la sexta página de Cell, alguien le arranca la oreja a un perro de un mordisco. En la décima, un hombre vuela por una ventana y se destroza contra la acera. Y así sucesivamente. Puro divertimento gore para los seguidores –o no– de Stephen King, quien ha creado una novela fiel al esquema de las historias apocalípticas: un misterioso virus, propagado a través de móviles celulares, desquicia a las personas. La humanidad se va degradando –y desangrando– aceleradamente. Claro está: los no-usuarios evaden el contagio y, liderados por el protagonista, Clayton Riddell, un dibujante de comics, emprenden un escalofriante recorrido de supervivencia. Si bien no es lo mejor de King –muchas escenas resultan truculentamente anémicas–, lo más llamativo del libro quizás sea el estilo depurado y lineal, pocas veces usado por el autor. Ahora bien, ¿la obra pretendía fustigar la creciente alienación por los teléfonos móviles? No sé. Valga acotar que el lanzamiento promocional de esta novela se hizo a través de mensajería de textos. Tal vez, la publicidad sea el virus más letal, por inevitable. Por cierto, según Conatel, en Venezuela hay casi 16 millones de personas suscritas a la telefonía celular. Y hay, también, bastante desquiciado. Tarde o temprano, el tiempo convierte a los artífices de ciencia ficción en escritores costumbristas.

Luis Yslas

Reseña de "El libro de un hombre solo", de Gao Xingjian


"El libro de un hombre solo"
Gao Xingjian (China)
Ediciones del Bronce, Barcelona (España), 2003
(Traducción de Xin Fei y José Luis Sánchez)
“Se puede violar a un ser humano, con violencia física o violencia política, pero no se le puede poseer por completo”, se lee en El libro de un hombre solo, novela de Gao Xingjian –Premio Nobel de Literatura 2000–, en la que un reconocido artista chino exiliado en París, evoca, con una sensibilidad que no hace concesiones al melodrama, los años en que le tocó vivir la llegada y propagación de la Revolución ¿Cultural? en su país, y cómo esta labor de apropiación material, ideológica y hasta espiritual ejercida por el gobierno de Mao –rayana en el fanatismo religioso–, va estrangulando la libertad no sólo de acción sino de pensamiento. Un Estado que convirtió a una milenaria nación en un territorio de espías y traidores, de temerosos y arribistas: un país de siniestros solitarios. La novela, publicada por primera vez en 1999, es la memoria de un artista que aprendió a resistir la pesadilla política sin perder la dignidad de pensar libremente. El lector que se asome a esta obra no sólo comprenderá lo que significó –y significa aún– la revolución socialista en China, sino, para mayor estremecimiento, lo que pueden emprender sus clones revolucionarios en otros países no tan lejanos, pero igualmente sometidos a los delirios de una izquierda retrógrada.

Luis Yslas